Domingo del Buen Pastor

Por el P. Roberto Gutiérrez González O.C.D.
DOMINGO IV DE PASCUA

Hoy, domingo del Buen Pastor, la homilía podría seguir una doble línea: la de Cristo como Pastor y la de la universalidad de la salvación pascual que él nos trae.

UN PASTOR QUE NOS CONOCE Y NOS DA LA VIDA. Tanto el evangelio como la segunda lectura, así como el salmo responsorial y las oraciones de la Misa, apuntan claramente a la imagen de Cristo como el Buen Pastor.

El pueblo de Israel había sido desde siempre un pueblo de pastores. «Nosotros, tus siervos, somos pastores desde nuestra infancia hasta hoy, y lo mismo fueron nuestros padres» (Gen 47, 3). Pastores fueron muchos de los héroes de Israel: Moisés, David, Amós….

El pueblo de Israel había sido desde siempre un pueblo de pastores nómadas, siempre por los caminos, conduciendo sus rebaños de los pastos de invierno a los pastos de primavera, de un país a otro… La más bella confesión de fe de Israel comienza así: «Mi padre era un arameo errante«… Es una confesión de fe muy singular: no es la recitación de un puñado de verdades abstractas sobre el ser de Dios, sino el recuento agradecido de una serie de intervenciones históricas de Dios en favor de su pueblo, del actuar salvador de Dios. El recuerdo de lo que Dios, a lo largo de la historia, había hecho, es el origen y el objeto de la fe de Israel. Por eso, cuando quiere proclamar la fe, cuenta una historia: la historia de los favores, de las actuaciones salvadoras de Dios para con Israel: la liberación de Egipto, la travesía por el desierto, la entrada en la tierra que mana leche y miel…  La Ley fundamental de Israel es la ley del recuerdo. Debe recordar siempre las maravillas de Dios para con él.

Los versículos que este año leemos del capítulo 10 de Juan nos presentan una admirable intercomunión: entre Cristo y Dios: «yo y el Padre somos uno«; entre Cristo y nosotros: «yo las conozco y les doy la vida eterna… ellas escuchan mi voz y me siguen«. Pero el Apocalipsis nos ayuda a entender mejor esta imagen añadiéndole la del Cordero. El Cristo que, como Cordero, ha sido inmolado en la Cruz, es el que mejor puede decir que es Pastor.

Precisamente porque se ha entregado, puede ir delante, guiar y dar la vida a sus ovejas: «El Cordero será su Pastor y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas» (Apoc). Así, el cuadro de Cristo Pastor aparece riquísimo en las varias lecturas y oraciones: nos conoce por nuestros nombres, nos da la vida eterna, nos guía y nos defiende (evangelio), nos purifica en su Sangre y nos conduce a fuentes de agua viva (segunda lectura), somos «rebaño adquirido por la sangre de Cristo» (poscomunión)…

Así, el cuadro de Cristo Pastor es la razón de nuestra esperanza y optimismo. Si somos cristianos y nos reunimos aquí, para la Eucaristía dominical, es porque creemos en él, porque queremos seguirle y escuchar su voz, porque estamos convencidos de que sólo en él está la vida eterna.

Esto es también lo que nos anima ante las dificultades del camino, que no faltan: porque seguimos siendo «débil rebaño» (oración colecta) y todavía estamos «en la gran tribulación» (segunda lectura). A pesar de que somos cristianos, a todos nos cuesta seguir al Pastor. Porque seguir es algo más que creer intelectualmente: es aceptar su camino, hacer nuestra su mentalidad, ir asimilando sus criterios de vida. Y eso es difícil.

LA SALVACIÓN ES PARA TODOS. La universalidad de la salvación es un tema que hoy aparece destacado en las lecturas.

Pablo y Bernabé anuncian a los paganos la Buena Noticia: «cuando los gentiles oyeron esto, se alegraron mucho» Todo el libro de los Hechos está impregnado de su espíritu misionero: La Buena Noticia, desde Jerusalén, se difunde por todo el mundo. La visión final del Apocalipsis es también una ruptura con todo particularismo estrecho: «vi una muchedumbre inmensa, de toda nación, razas, pueblos y lenguaje«. La Iglesia de Cristo es abierta, misionera, «católica», universal.

El, como Pastor, ha dado la vida por todos, y quiere que se salven todos. (En la oración universal, conectar su motivación con esta perspectiva).

Esto es un juicio contra nuestra estrechez de mente, contra toda tendencia que pueda existir a cerrarnos, a replegarnos en un grupo-secta. Y también lo es contra la tendencia a desconfiar de los demás: del mundo de hoy, de los jóvenes, o de las «gran masa» de la sociedad o incluso de los cristianos ¿Es que somos nosotros -los «practicantes», o las comunidades reducidas- los que monopolizan a Cristo o a su Espíritu? Tendríamos que confiar mucho más en la humanidad y en Cristo. El protagonista principal de la Pascua es El, con su Espíritu: ¿por qué concederle un amplio margen de confianza, ya que es él el más interesado en que esta Pascua sea una verdadera primavera en la Iglesia y en el mundo entero? Es evidente que las dificultades nos salen al paso con abundancia. Tampoco les faltaron a Pablo y Bernabé: pero seguro que quedaron olvidadas cuando vieron la respuesta inesperadamente generosa de los paganos. ellos mismos «quedaron llenos de alegría y de Espíritu Santo» (segunda lectura). Lo que nos suele faltar es un auténtico espíritu misionero. Y la Pascua, como celebración de la victoria de Cristo, debería ser esencialmente contagiosa y comunicativa.

En Jesús resucitado se nos ha revelado un amor más fuerte que la muerte. Los que reciben ese amor, los que se dejan abrazar por ese amor, superan con Jesús todas las dificultades de la vida y resucitan con él. Participan de su resurrección y la muerte no es para ellos ya otra cosa que el desfiladero de la vida, el paso a la verdadera vida, al Padre.

La Eucaristía que celebramos es encuentro gozoso con Cristo Pastor (Palabra, Cuerpo y Sangre: el mejor alimento que nos ofrece). Y este encuentro nos debe dar la fuerza necesaria para que a lo largo de la semana sigamos su camino y hagamos algo para que también a otros llegue la Buena Noticia y la esperanza de la fe.

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