Es fácil que al ponernos ante este pasaje evangélico brote en nuestro corazón dos sentimientos, compasión por una parte y juicio por otra. Pero sin duda la balanza se inclina hacia “un pobre, de nombre Lázaro, que estaba tendido junto al vestíbulo del rico cubierto de llagas y deseando hartarse de lo que caía de la mesa del rico”….
“El justo que sufre, y que ve todo esto, corre el peligro de extraviarse en su fe. ¿Es que realmente Dios no ve? ¿No oye? ¿No le preocupa el destino de los hombres?..(..) El cambio llega de repente, cuando el justo que sufre mira a Dios en el santuario y, mirándolo, ensancha su horizonte (..) Y entonces el orante reconoce la verdadera felicidad: “Pero yo siempre estaré contigo, tu agarras mi mano derecha…¿ No te tengo a ti en el cielo?..y contigo ¿qué me importa la tierra…? Para mi lo bueno es estar junto a Dios…”(Sal 73,23.25. 28)”
“No se trata de una vaga esperanza en el más allá, sino del despertar a la percepción de la auténtica grandeza del ser humano, de la que forma parte también naturalmente la llamada a la vida eterna…En realidad, con este relato el Señor nos quiere introducir en ese proceso de despertar…. Para el orante es obvio que la envidia por este tipo de riqueza es necia, porque él ha conocido el verdadero bien. Tras la crucifixión de Jesús, nos encontramos a dos hombres acaudalados -Nicodemo y José de Arimatea- que han encontrado al Señor y se están despertando. El Señor nos quiere hacer pasar de un ingenio necio a la verdadera sabiduría, enseñarnos a conocer el bien verdadero.
…Podemos decir que el rico de vida licenciosa era ya en este mundo un hombre de corazón fatuo, que con su despilfarro sólo quería ahogar el vacío en el que se encontraba: en el más allá aparece sólo la verdad que ya existía en este mundo. Naturalmente, esta parábola, al despertarnos, es al mismo tiempo una exhortación al amor que ahora debemos dar a nuestros hermanos pobres y a la responsabilidad que debemos tener respecto a ellos… Pero nuestros pensamientos van más allá. ¿Acaso no reconocemos tras la figura de Lázaro, que yace cubierto de llagas a la puerta del rico, el misterio de Jesús, que “padeció fuera de la ciudad” y, desnudo y clavado en la cruz, su cuerpo cubierto de sangre y heridas, fue expuesto a la burla y al desprecio del pueblo. Una cosa está clara: la señal de Dios para los hombres es el Hijo del hombre, Jesús mismo. Y lo es de manera profunda en su misterio pascual, en el misterio de muerte y resurrección. Él mismo es el “signo de Jonás”. Él, el crucificado y resucitado, es el verdadero Lázaro: creer en Él y seguirlo, es el gran signo de Dios, es la invitación de la parábola, que es más que una parábola. Ella habla de la realidad, de la realidad decisiva de la historia por excelencia.”
Extractos tomados de: “La parábola del rico epulón y el pobre Lázaro” del libro Jesús de Nazaret de Benedicto XVI