Entra Señor, entra en mi vida

Por el P. José Mª Viejo. O.P. Basílica de la Virgen del Camino.

Queridas hermanas y queridos hermanos:

El primer domingo de Adviento abre con la visión del profeta Isaías para caminar a la luz del Señor (Is 2,5) y así subir al monte del Señor (Is 2,3), para escuchar la Palabra del Señor, la Palabra que nos guía a lo largo de la vida de este mundo, donde todos somos peregrinos. A esta invitación “dinámica” del profeta Isaías corresponde la advertencia que Jesucristo dirige a todos sus discípulos para velar: Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor.[…] Estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.

Podríamos decir que el Adviento es el tiempo de preparación para un encuentro singular, porque Jesucristo “se abaja” para entrar en nuestra historia, haciéndose un ser humano como nosotros, “pasando por uno de tantos”, mientras que nosotros recibimos la invitación decidida para “subir” desde nuestra condición humana hacia el Señor, de modo que el encuentro se realice en su monte santo, es decir en una dimensión que supera nuestra realidad humana, que queda enriquecida en la vivencia de nuestro encuentro con el Señor o, mejor dicho, del encuentro del Señor con cada uno de nosotros.

Ahora bien, una cosa es el plan de Dios y otra lo que nosotros conseguimos llevar a cabo. En el prólogo de su Evangelio escribe san Juan refiriéndose a Jesucristo: Vino a su casa, pero los suyos no lo recibieron (Jn 1,11). Esto suena a desafío que implica responsabilidad por nuestra parte. Recordemos otra escena en el libro del Apocalipsis, donde el autor pone en boca de Jesucristo las siguientes palabras: Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo (Ap 3,20).

Así es como constatamos el contrasentido de nuestra vida: Pedimos al Señor que venga, pero en realidad Jesucristo no necesita que se lo pidamos, porque él viene siempre, continuamente está llegando a nuestra vida, tal como relata el libro del Apocalipsis: Dice el Señor: «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era, el que viene, el todopoderoso» (Ap 1,8). El Señor viene continuamente, y no deja de llamar a nuestra puerta. ¿Seremos capaces de abrirle para acogerlo en nuestra vida? ¿Es que las nuestras van a ser solo bonitas palabras, sin llegar a la acción concreta de abrirle la puerta de nuestro corazón y hacerlo de par en par?

Durante el tiempo de Adviento la liturgia repite muchas veces la invocación: Ven, Señor, Jesús. Ahora bien, el Señor es quien ha tomado la iniciativa de venir a nuestro encuentro, es él quien más decididamente quiere establecer comunión de vida con nosotros, pero nosotros o no le oímos llamar a nuestra puerta o no lo acogemos en nuestra vida porque tememos que la presencia de Jesucristo en nuestra vida signifique cambiar de rumbo, modificar nuestro vivir actual. Pues claro que la presencia del Señor en nuestra vida significa cambiar de rumbo y modificar nuestro modo de vivir. Ahora bien, este cambio de vida no es nada negativo para nosotros, sino todo lo contrario, porque la presencia del Señor en nuestra vida trae aire fresco en medio de la contaminación en la que permanentemente vivimos; la presencia del Señor nos anima a levantar el vuelo, tomando conciencia de ser no monótonas gallinas sino águilas que remontan el vuelo hacia las alturas, desde donde se contempla un horizonte bien distinto de lo mezquino que es el “ir tirando”.

Subir al monte del Señor es una invitación que tendríamos que acoger sin dilación, desde ya, desde el Adviento del 2019 y para toda nuestra vida. Más que pedirle al Señor que venga, lo pertinente es decirle de corazón: “Gracias, Señor, porque has venido y porque llamas a mi puerta. Entra, Señor, entra en mi vida y transfórmala profundamente, para que caiga en la cuenta de que tu presencia en mi vida es una presencia transformadora, enriquecedora, liberadora, salvadora”. De esta experiencia de liberación arranca nuestra gratitud a Dios por lo que hace con nosotros, llenando nuestra vida de esperanza. En el mundo en que vivimos necesitamos escuchar la invitación para salir de nuestro egoísmo, para caminar y vivir nuestra vida a la luz del Señor, sin ocuparnos más en hacernos la guerra los unos a los otros. Lo nuestro como cristianos ha de ser caminar a la luz del Señor, porque él es el Príncipe de la paz.

Así nos exhorta san Pablo en la segunda lectura: es hora de caer en la cuenta de la realidad de nuestra vida, dejemos las obras de las tinieblas, andemos como en pleno día, con dignidad, revestidos del Señor Jesucristo.

El mejor regalo que podremos ofrecer a Jesucristo en Navidad, en el día de su cumpleaños, tiene que ser un corazón lleno de amor para compartirlo con nuestra humanidad tan necesitada de amor; nuestro mejor regalo ha de ser una vida de servicio a las demás personas, tal como hizo el mismo Jesucristo, que vino para servir y no para ser servido. Si la vida cristiana se difumina es porque no la vivimos tal como el Señor nos pide y espera de nosotros. Se trata de vivir no ya a modo humano sino a modo divino, tal como el Señor nos ha enseñado. Para aprender esta lección tenemos que fijar nuestra mirada en la Virgen María, pues ella sí que ha sabido contemplar a su Hijo hasta el punto de ser totalmente transformada por el amor de Dios. El domingo que viene celebraremos la solemnidad de la Inmaculada Concepción. Buena ocasión para hacer nuestra la actitud de la Madre del cielo en lo que se refiere a la escucha, a la acogida y a la realización de la Palabra de Dios, tratando de encarnarla en nuestra propia vida.

Recordemos que todos nosotros pertenecemos a la misma familia de Dios y que Jesucristo quiere transformarnos cada vez más en él, invitándonos a participar en la Eucaristía. Hagámoslo de manera bien consciente y demos gracias a Dios cada día de nuestra vida.

Que así sea.

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